A las anchas de lo nefasto.
Desde hace un tiempo para acá, casi todos tenemos la idea en la cabeza de que vivimos en la sociedad del conocimiento. Por supuesto, esto se trata de una idea, una teoría que nos calza cómoda para explicar los tiempos que corren. Eso explica que hablemos de UNA sociedad, como sí sólo existiera una en el planeta, cuando hay miles de ellas en cada esquina remota; y también que hablemos del poder de la información como una variante universal, como si todos los habitantes de este mundo tuviéramos el mismo acceso a ella (a pesar de que esto, que también se proclama a viva voz aunque se le haga poco caso desde las políticas públicas, es un derecho natural de la condición humana).
Pero de todas las palabras de esta lexía histérica, este grupo de palabras, “sociedad del conocimiento”, la que más contradicción puede despertar en las fibras de nuestra mente es la que cierra la frase, “conocimiento”. Bajo las formas de un sistema acostumbrado a educar a los chicos como fabrica los mismos pupitres metálicos donde los sienta (en una línea de montaje), el conocimiento se ha tornado un sinónimo lóbrego de la mayor capacidad acumulativa. Recordar más es saber más (no parece necesario decir que se trata de una noción torcida de ambas facultades intelectuales). Y esta despersonalización de la educación expone a los caracteres más débiles a todo tipo de vicio, como voy a exponer ahora.
Mientras algunos y algunas más valientes que yo, más preparados y preparadas que yo, se atreven a denunciar con sus obras y sus palabras estas calamidades, otros refunfuñan, se retuercen de la indignación y se quejan frente a los horrores que muestra la tele, consecuencia directa de la falencias de un sistema educativo completo, que empieza en el hogar y llega hasta el aula.
Fuimos testigos de esas calamidades más de una vez este año, de la mano de las redes sociales que todo lo conservan. Son como una biblioteca universal, para bien o para mal, para lo santo y lo profano. En el más reciente escándalo, podíamos leer los twitts de tres hombres, todos miembros de nuestro muy representativo seleccionado nacional de rugby Los Pumas, que pronunciaron, con las letras de un teclado digital, aberraciones que levantaron más de una queja, inspiradas por la indecencia que contenían.
¡Y con razón che! Pudimos leer de todo, de todo menos “bonito”. Leímos a Pablo Matera hablando de una “mujer gorda” a la que no le iba a dar su asiento, que la mañana estaba linda para salir a pisar negros con el coche, burlarse de la mucama; escuchamos a Santi Socino sobre poner una bomba y matar a un montón de negros de mierda, o sobre separar a los susodichios negros de mierda en colectivos aparte, y a Guido Petti burlarse de los cartoneros y rematar con el chiste de la mucama embarazada.
Con un pantallazo rápido, ya podemos irnos dando cuenta de que en este caso, hay un montón de puntos de fijación y de conflictos no resueltos. Y las figuras principales de estos conflictos psicológicos, como lo prueban los mensajes extraídos desde la cloaca que es Twitter, suelen ser los “negros de mierda”, lexía, como mínimo, un poco vaga en términos sociológicos, si se quiere, y la infaltable “mucama”. La figura de la mucama embarazada casi que se gana un lugar aparte entre las inmundicias injuriadas por Matera y secuaces.
Es evidente, pues, que aquí hay un enorme problema, tanto social, como deportivo, como personal, que hay que encarar. Mucho se ha discutido sobre qué es lo que enseña el rugby a los jugadores (otra vez el tema de la educación aparece en primera plana) en un año que ha sido especialmente aterrador. Y ha sido aterrador porque inició con un asesinato, vinculado, por las manos que lo perpetraron, al rugby: el de Fernando Baez Sosa, ¿Se acuerdan de Fernando? Ese chico que salió de un boliche y un grupo de rugbiers lo agarraron y lo molieron a golpes hasta matarlo.
Diez gorilones atacando a un pibe solo, todos al mismo tiempo; tres tipos escribiendo casi al unísono el mismo discurso de odio hacia los negros, los bolivianos, las mucamas y más. Y eso sólo por mencionar dos casos. Pareciera que lo que enseña el rugby fuera a actuar como una corporación: atacan en manada, ofenden en manada. Adentro o afuera de la cancha. En un boliche o en twitter, eso poco importa. Se me va a contestar que eso lo hacen muchos deportes, que es vital el trabajo en equipo, que la pelota no se mancha y mil cosas más. Y yo concedo la importancia del trabajo en equipo. Pero no acepto la operación en manada donde lo aberrante se justifica a sí mismo. Porque eso es: si el equipo opera para lo nefasto, no es un equipo. Es una manada (lamento la ofensa hacia los animales menos destructivos). Y me niego a creer en extrañas coincidencias universales que predispongan a tres desubicados que se mueven en el mismo círculo de pertenencia y los mismos espacios a que escriban prácticamente lo mismo, y se trate del azar. Eso tiene toda la pinta de que es un patrón. Genera un poco de dudas, ¿no les parece?
Pero quizás el intersticio oscuro del que nacen estas actitudes antisociales (ofender a todos) no provenga sólo de aquel corporativismo tóxico, sino que, como toda mala educación, eche raíces en el hogar. Le pregunto a los oyentes, ¿ustedes tratarían así a la mucama que trabaja en su hogar? Yo, personalmente, nunca me he dado el libertinaje de ofender y maltratar a una trabajadora del rubro. Sencillamente, ¡porque nunca ha trabajado una mucama en mi casa! Como probablemente tampoco en la casa de quien me lea.
Entonces, la clase social entra en juego. Parece que la conciencia de clase opera de formas extrañas: si la conquistan los de abajo, nacen tesis y foros barriales, radios comunitarias como La Mosquitera, merenderos, sensibilidad por el prójimo. Y si la conquistan los de arriba, esos que tienen lujos extraños al resto de los mortales, como mucamas, entonces pareciera que se reconocen invulnerables, poderosos, y empiezan a despreciar por Twitter a los de abajo que trabajan para mantener sus piscinas limpias.
Y así, la red de culpas se expande hacia el infinito: las malas lecciones deportivas se suben a cuestas de las malas lecciones hogareñas impartidas por padres y madres imprudentes, que luego quieren meter la cabeza en la tierra cuando salta que su hijo posteaba sobre pisar negros con el coche (con SU coche, papis y mamis).
Pero por suerte, existen organismos oficiales capaces de tomar las cartas pertinentes en las desviaciones del comportamiento. Sino con educación preventiva, al menos con acciones punitivas. Al crimen corresponde su castigo. La UAR (Unión Argentina de Rugby) se apresuró a tomar la posta con sanciones para los jugadores: chau la capitanía de Matera, y los tres suspendidos al carajo.
Y cuando todos celebrábamos tal acontecimiento, algunas voces a las que poco les importa la deficiencia emocional de los rugbiers empezaron a pedir que se los restituyera lo antes posible. Y 48 horas después, la UAR elevó el famoso comunicado, una forma gentil de retractarse, esconder la cola entre las patas, y tomá Matera la capitanía y vení Sosino y vení Petti y aquí no pasó nada.
Parece que nos diera miedo nombrar lo que está mal. “¡Eran chicos, los mensajes son de hace mucho, etcétera, etcétera!” Si, eran chicos, pero de casi 20 años, cuando postearon los mensajes. Y lo del arrepentimiento ni ellos se lo creen. Y no lo digo sólo yo, en sus mensajes hablan de “gente que fue ofendida”, así, en impersonal, o aclarando que no sabían que iban a triunfar y escalar a lo más alto. ¿Y acaso habitando las sombras está bien ser cruel con los demás? Aquí falta, a todas luces, un arrepentimiento genuino. Y a la UAR no le importó. Al punto tal que ni siquiera se mantuvo firme en el acto simbólico de mantener la suspensión, y que el capi Matera se tuviera que ganar su lugar otra vez.
Leonardo Da Vinci decía que “aquel que no castiga el mal, ordena que se haga”. Tal vez el rugby no les habló sobre una superioridad racial; talvez los padres jamás injuriaron a la mucama (al menos en voz alta), talvez la UAR considera que los muchachos están realmente arrepentidos. Pero nadie castigó el mal cometido. Y dejar sin castigo, o lo que es peor, organizar un castigo de cotillón para que los medios se olviden rápido de lo desviadas que están algunas conductas en el mundo deportivo y olvidarnos de la cuestión de fondo que lo hizo estallar, eso, es darle camino libre al mal para que ande a sus anchas.
Y entonces todo vuelve a empezar.