Kira.
No saltes tan temerariamente, algún día morirás, burro, tonto. ¿No comprendes que, si caes al rio,
nadie podrá salvarte? Mira pa’bajo lo hondo que es; le gritaba una y otra vez Kira, a su amigo Auki.
Celio, Kira y Auki, eran tres niños de 9, 11 y 12 años respectivamente. Sus chozas quedaban cerca,
eran amigos inseparables. La de Auki estaba enclavada en una quebrada a 200 metros de la de Kira,
y a 300 de la de Celio, que colindaba con el riachuelo que bajaba de las cordilleras transportando
agua fresca y pura. Agua con la que llenaban sus baldes para cocinar y asearse, antes que se juntara
con los afluentes que venían de las minas ya contaminados con arsénico, plomo, mercurio y otros
minerales de letales consecuencias para los pobladores y sus animales de la zona. El riachuelo
desembocaba al gran rio.
Sus humildes chozas pertenecían al centro habitacional de Pirashí, a unos 4000 msnm. Para llegar al
colegio primario más cercano, tardaban más de dos horas sólo de ida. No había otra alternativa, para
los humildes y analfabetos padres que soñaban darles a sus hijos un mejor futuro. Aunque para ello
tuvieran que arriesgar sus vidas cada día.
Los primeros días de colegio los acompañó Urco, el hermano mayor de Celio, para mostrarle los
puntos más peligrosos del camino. El trayecto, era peligrosísimo.
– Bueno chicos, vayamos con cuidado y me obedecen por favor, no quiero estar gritando por el
camino, –indicó Urco.
Empezaban cruzando el riachuelo que quedaba cerca de sus chozas, lo cruzaron saltando de piedra
en piedra, eran ocho grandes. Lo cruzaron mientras mordisqueaban sus restos de pancitos de maíz,
del desayuno.
– ¿Porqué regresas? tonto, –gritó Kira, al ver a Auki, cruzando varias veces el riachuelo
innecesariamente–, si serás burro, tonto.
– Creo que le gustas, ¿si no porqué se preocupa tanto por ti?, –le dijo Celio al oído de un
avergonzado y colorado, Auki.
– Comenzamos las quebradas, atentos chicos, –alertó Urco.
Quebradas empinadas, que harían las delicias de maratonistas profesionales, para sus prácticas de
resistencia. El camino era relativamente seguro, a excepción de un paso que se angostaba
demasiado.
– Camina de frente idiota, concéntrate, –le gritaba Kira a Auki– Si caes nadie encontrará tus sucios
restos. Tardarían días en llegar y, para entonces, los pumas y cóndores ya habrán tenido su almuerzo
con tu carne de burro.
El camino era transitado por los oriundos del lugar y sus mulas, especialmente los domingos para
ofrecer sus productos en los mercados campesinos.
– Ahora, el puente colgante, sujétense fuerte, –gritaba Urco.
El gran rio rugía abajo cuál bestia insaciable. El puente era antiguo y llevaba años sin
mantenimiento. Estaba construido de lianas entretejidas (tallos de plantas trepadoras, fuertes y
resistentes). Al finalizar el puente, de regreso, había que dar un salto riesgoso, para alcanzar finalmente la orilla. Quizás el punto más peligroso de todo el trayecto. Y justamente era ahí, dónde
el loco de Auki, saltaba temerariamente hacia una piedra más apartada aún. Poniéndole los nervios
de punta cada día a la pobre Kira quien quedaba afónica de los gritos, los mismos que caían en
costal vacío, porque Auki no obedecía.
– ¡Un día te matarás pedazo de animal!
– ¿Y?, ¿que tiene?, ¿quién llorará por mí?, ¿la mina?, ¿taita papá gobierno?, ja,ja,ja Métete en la
cabeza Kira tonta, papá gobierno nos tiene olvidados por siglos, ellos solo roban todas las riquezas
de las montañas, la tierra y nuestros ríos. ¿Cuándo entenderás?
– ¡Cállate, pedazo de burro! y fíjate por dónde saltas.
Luego de cruzar el puente, el camino era peligroso solamente por las arañas, alacranes y serpientes
venenosas. Lógicamente el loco de Auki, levantaba las piedras para cazarlos y exhibirlos, orgulloso,
en el colegio.
– ¡Deja los animales en paz, idiota!, algún día te matarán, –volvía a gritar Kira.
Un invierno, Kira no fue al colegio por acompañar a su madre al centro de salud más cercano, a tres
días de viaje a pie y en mula. Regresaron casi al anochecer y un grupo de pobladores estaba reunido
en su choza. Escuchó que Auki aún no había regresado del colegio, él suele regresar a más tardar a
las 19:00, decía su mamá. Ese día había ido solo, Celio estaba enfermo. Estoy seguro que se le ha
hecho tarde y ha decidido pasar la noche en la choza de Teodoro, su tío, que le queda más cerca del
colegio, opinaba su papá. Mañana saldremos en su búsqueda.
Pero Kira, confiaba en sus presentimientos y sabía que algo no iba bien. Esperó que todos se
acostaran y cogiendo su lámpara de kerosene, salió de su colchón de paja y se internó en la
oscuridad, sin miedo al rey de los Andes, el temido puma, y demás alimañas y depredadores. Partió
a buscar a su amigo o, a un suicidio seguro.
Cruzó el riachuelo y sus aguas heladas la hicieron recapacitar, pero sus piernas no se detenían. Al
llegar al puente colgante, dirigió su débil lámpara hacia el precipicio y gritó;
– Auki, Auki.
Un leve gemido llegó a sus oídos, aguzó la vista, ya más acostumbrada a la negrura de la noche y
allí lo vio, a dos metros, agarrado a un árbol que crecía en la única cornisa, antes del precipicio.
Calculó las probabilidades de éxito y decidió bajar, aunque su razón no estaba de acuerdo, pero no
iba dejar morir a su amigo.
– Auki, burro, tonto, terco, idiota, tranquilo, que ya voy en tu ayuda.
Se deslizó cuidadosamente, se desprendieron algunas piedras y casi se desbarranca dos veces, pero
logró llegar a él, quien tiritaba de frío y tenía una pierna rota. Con todas las fuerzas del amor de
amigos, lo abrigó con su poncho de oveja, hasta que sus ojos se cerraron.
Temprano, emprendieron su búsqueda encontrándolos casi congelados, con sed y fiebre, pero con
vida. Ella se desmayaba en brazos de sus salvadores mientras susurraba … <<no te iba a dejar morir,
burro, tonto>>.